
UN SERMÓN DE ALTA MAR
Tengo por costumbre leer todos los años por estas fechas el Sermón de Navidad de Robert Louis Stevenson, escrito en 1888, en alta mar, a bordo de la goleta Casco, rumbo a Polinesia. Ese es un texto breve, que ha envejecido bien y no presenta arrugas (lo mismo sucede con los Ensayos de Montaigne), y sobre todo que nunca me decepciona. Lo escribe alguien que se ha embarcado con intención, tal vez, de dar con el mítico tesoro de la catedral de Lima, alguien que va al encuentro de la plenitud de su vida en Samoa y de su muerte anunciada –esa «Pálida Muerte que nos acecha en silencio año tras año»–, no alguien que ha desertado y se refugia en un conformismo que de senequista tiene poco. Rara es la ocasión en que en esa lectura no encuentro matices nuevos y con ellos motivos de reflexión. Los años que pasan colaboran a los hallazgos, sin duda. De más joven me fijaba en esa página en la que, de cara a los balances y propósito de Navidad y fin de año, el abogado de la juventud aconsejaba felicitarse por no haber sido peores, un consejo que parece algo cínico y sin embargo no es más que una forma de evitarse mañas de Tartufo y amarguras rituales, huecas como saco de humo. En otra ocasión, la reflexión sobre la propia vida y sus negruras vino de la mano de su afirmación de que la cordialidad y la alegría son obligaciones incondicionales y preceden a cualquier norma ética que tenga de verdad en cuenta al prójimo.
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Un sermón de alta mar — vivirdebuenagana