Así que resulta difícil creer en que no haya algo de postizo y obligado en el lamento universal por la muerte de la reina Lilibeth.
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Los acontecimientos funerarios tienen un fondo inconfesable de festejo, y no porque el difunto vaya a ir a una vida mejor sino porque los vivos presentes en las exequias se palpan la ropa y comprueban que está más caliente que la del ocupante del féretro. Es una enseñanza que este viejo aprendió de niño, cuando era alumno de los escolapios y se forzó a las lágrimas en la capilla ardiente del padre Vicuña, hasta el día anterior prefecto de estudios y el tipo más parecido a un kapo de gulag que un alma inocente puede llegar a imaginar. Aquel día de cirios ardientes, el niño aprendió que hay cierta incongruencia entre la muerte y las lágrimas, que en la iconografía habitual suelen ir parejas.